

En los últimos días, Irán ha intensificado drásticamente su campaña contra el comercio y consumo ilegal de alcohol. Las autoridades han ordenado el cierre masivo de restaurantes y negocios sospechosos de vender bebidas alcohólicas prohibidas, mientras se han implementado sanciones severas para quienes incumplen la ley. Esta ofensiva se enmarca en un aumento de la vigilancia estatal y representa un claro mensaje del régimen islámico: bajo ninguna circunstancia se tolerará la violación de la norma, que es vista como un pilar fundamental de su control moral y social. Además, la suspensión reciente de un futbolista iraní, captado en un video con una copa de alcohol, ha desatado un escándalo público que ilustra hasta dónde está dispuesto el gobierno a llegar para mantener su orden estricto. Este recrudecimiento en la aplicación de la prohibición, que ya es severa desde hace décadas, evidencia la voluntad del régimen de afianzar su autoridad religiosa y política en medio de crecientes tensiones internas y externas.
Desde la Revolución Islámica de 1979, Irán mantiene una prohibición absoluta del alcohol, profundamente arraigada en las enseñanzas y los fundamentos del Islam chiíta que inspiran su sistema político y social. Esta prohibición no es simplemente una norma cultural, sino una manifestación clara de cómo la interpretación estricta de textos sagrados —el Corán y los hadices— establece límites específicos para preservar la pureza espiritual y el orden moral que el régimen considera esencial para la identidad islámica del país.
En el centro de esta política está la idea de que el alcohol es una “obra de Satán”, un concepto reiterado en el Corán, donde se advierte que las bebidas alcohólicas fomentan la enemistad, la confusión y alejan al creyente del recuerdo de Dios y de la oración correcta (Corán 5:90-91). Esta perspectiva religiosa impulsa un control social férreo, en el que vender o consumir alcohol se considera no sólo un delito legal, sino una transgresión moral y espiritual que va contra los principios fundamentales del Estado Islámico.
Esta prohibición también tiene consecuencias prácticas y sociales. La demanda reprimida genera un mercado clandestino peligroso y dañino, donde el alcohol adulterado provoca intoxicaciones y muertes que agravan la crisis sanitaria del país. Sin embargo, desde el punto de vista del régimen, estas tragedias son un precio aceptable frente a la necesidad de mantener la disciplina religiosa y social que consideran inseparable de la supervivencia del sistema político.
En definitiva, la prohibición del alcohol en Irán es reflejo de un fundamentalismo en el que la legislación está entrelazada con la doctrina religiosa impuesta por el Estado. La moral pública, el control social y la identidad islámica se amalgaman para configurar una política represiva, que lejos de ser solo una cuestión legal, actúa como un mecanismo de poder que regula profundamente la vida y la cultura en Irán. Así, las recientes amenazas y acciones contra negocios que violen esta norma son una expresión clara de un régimen que prioriza su interpretación rígida del Islam, manteniendo una vigilancia inquebrantable sobre las costumbres y libertades de sus ciudadanos.
Este escenario evidencia cómo el islamismo político que rige Irán moldea la vida pública hasta en los detalles cotidianos, donde la prohibición del alcohol se vuelve un símbolo de esa férrea ideología que no admite flexibilidades ni concesiones.
A pesar de la restricción de las libertades, la izquierda global se empeña en seguir solapando la expansión del islamismo en occidente con la bandera de la multiculturalidad que ha fallado desde hace más de una decada. Mientras las mentens más progresistas de Irán huyen a Europa, los eurodiputados siguen llamando islamofóbico a cualquiera que exprese su simparia por la cultura occidental.
